“Somos iguales a todo, iguales a nada. Distintos y semejantes entre nosotros y entre otros. Disímiles bajo la desnudez del sol y equivalentes en la extrema debilidad de los sueños. Diversos a la hora de mirarnos, diferentes en ese segundo en que una despedida muestra su llanto, únicos para alejar a las bestias y para acercar las alas que nos sostienen. Somos la expresión de lo más pequeño, lo mínimo y lo inconcluso. Cargamos identidades curvas que deambulan como estrellas sin pies. Tenemos el mismo abismo, la misma muerte, la misma soledad. Solemos no comprendernos porque las preguntas exceden el alcance de nuestras manos. Desearíamos decir unas palabras que se escuchen claramente. Cuando nos vamos nos alejamos hacia un mismo lodo. Cuando deseamos nos acercamos hacia la misma sed. Hablamos una lengua que no se calla ni en los sueños. Vivimos, mientras vivimos, con la duda de si un momento es voraz o falaz. Decimos para ocultar el miedo y amamos, porque no queremos ni morirnos en paz” (Skliar, 2013).