En la bulliciosa y caótica calle Principal, donde los transeúntes siempre están al borde de un ataque de nervios y los automóviles parecen competir en una carrera invisible, ocurrió un incidente que sacudiría los cimientos de la tranquilidad urbana.
El reloj de la iglesia marcaba las 3:15 p.m. cuando un grito agudo y una serie de ruidos estruendosos resonaron en el aire. Un accidente, señores y señoras, había sucedido. Y no cualquier accidente, sino uno de esos que hacen que las abuelas se persignen y los niños corran hacia el lugar, atraídos por la promesa de lo morboso.
El Padre Aurelio, hombre de sotana impoluta y sonrisa beatífica, se encontraba en su habitual ronda de bendiciones vespertinas, cuando su oído clerical captó la conmoción. Siguiendo el protocolo divino, apuró el paso hasta la escena del siniestro. Allí, un policía de aspecto severo y bigote perfectamente alineado bloqueaba el paso con su brazo extendido cual barrera infranqueable.
-Por favor, déjeme pasar -solicitó el Padre Aurelio con voz calma pero autoritaria, como quien está acostumbrado a abrirse camino en el reino de los cielos.
-No se puede pasar -respondió el policía, manteniendo su postura como un centurión romano en guardia.
-¡Por el amor de Dios, déjeme pasar! Soy pariente del accidentado -insistió el sacerdote, añadiendo una capa de urgencia a su tono.
El policía, acostumbrado a historias más increíbles que un sermón de domingo, frunció el ceño pero cedió un poco.
-¿De verdad? -preguntó con una mezcla de escepticismo y curiosidad.
-Por supuesto. -Aurelio asintió con firmeza, llevando una mano al corazón en un gesto de solemnidad.
El policía, movido por un insólito sentimiento de compasión (o quizás solo por curiosidad morbosa), levantó la barrera humana. El Padre Aurelio se abrió paso entre la multitud hasta llegar al centro de la escena del accidente.
Y allí estaba: en medio del asfalto, rodeado por un círculo de curiosos y con los ojos bien abiertos en una expresión de asombro eterno, yacía... un burro. A lo que el sacerdote Aurelio sin saber qué decir, luego de haberle mentido al policía, exclamó. Qué bueno que estás bien, sobrino.
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18 июн 2024