En el siglo XIX, las familias con recursos fotografiaban a sus difuntos con la esperanza de capturar el alma de los muertos en los negativos. Por alguna razón, a los humanos nos gusta fantasear con la idea de que podemos atrapar el espíritu de las cosas. Algo así nos sucede hoy en día con la cámara de los móviles. Grabamos los momentos de nuestra vida compulsivamente, como japoneses, con la esperanza de envasar la magia del momento. Solo hay un problema, a veces nos olvidamos de vivir el momento porque estamos demasiado obsesionados con registrarlos para compartirlos. En cierto modo, estamos más ocupados en representar nuestras vidas en busca de un poco de retribución externa que en vivirlas, lo que al final del día, devalúa de algún modo la experiencia.
Casi todas las emociones complejas frisan lo inefable. De lo que no se puede hablar, mejor es callar. Estas grabaciones son solo un triste remedo de las sensaciones que experimentamos in situ. Pero aun así lo hacemos, tal vez porque todos deseamos alargar nuestras vidas o perpetuar alguna forma de memoria; dejar un rastro a nuestro paso por el mundo.
Yo, particularmente, estoy obsesionado con retratar a mi perro porque no hay un día en que no piense que las existencias de estas criaturas son injustamente cortas. Es la única forma que he encontrado de comprarle unas migajas de inmortalidad. De todos modos, suelo tener en cuenta lo que acabo de decir, no vaya a ser que me obsesione demasiado con grabar los buenos ratos que pasamos juntos y me olvide de vivirlos.
18 сен 2024
