Así como nació Jesús en un humilde establo, necesitamos que la vida cristocéntrica nazca en nuestro humilde corazón. Solo así podremos vivir, cerca de Dios, su reino en la tierra.
El diagnóstico
Aquel que tiene el yo sin quebrantar es incapaz de discernir la vida independiente de su ego. Su yo condiciona todo, es el cristal que tiñe de subjetividad lo que ve y juzga. Le es muy difícil pensar con objetividad, pues siempre razona con su ego en el centro: ¿cómo me afecto esto a mí? ¿qué gano yo con esto? ¿de qué forma se acomoda tal o cual asunto a mi interés?
Aunque comprende mentalmente que hay vida más allá de su persona, sin embargo, en la práctica, el yo acapara su fuerza, alma y proyección. Cualquier otra cosa que no sea él mismo puede convivir con su ego, pero nunca competir.
Perder protagonismo, distanciarse de su opinión, negar un anhelo o cuestionar su percepción, dejar a un lado su necesidad y dar paso en el centro a Dios (o a otros) es solo una experiencia puntual y nunca un estilo de vida. Morir, tomar su cruz y seguir a Jesús, decir con Pablo, “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”, sería, para el egocéntrico, el fin del reinado de su yo, un caos, una pérdida del control de su universo; y su peor tragedia vendría a ser el destronar al dios al que inconscientemente sirve: su propia persona.
La cura
La única esperanza para ese gran yo es un encuentro con el Gran Yo Soy: una experiencia que le revele su propia miseria, y que en el quebrantamiento de su pequeño mundo dé cabida al Espíritu Santo.
El Santo Espíritu es incapaz de quitar del trono al ser humano (nadie lo podrá acusar con razón de tirano) y sigue esperando que voluntariamente, cada uno de nosotros, le cedamos su legítimo lugar.
Cuando lo hagamos, tal y como sucedió en Belén, la vida cristocéntrica nacerá en nuestro contrito corazón.
6 сен 2024
